1
EL DOC T O R C A MPB ELL
Elliot Campbell contemplaba desde la gran mampara del dirigible la
espectacular vista aérea de la majestuosa Londres. En el restaurante,
los camareros y sirvientas pululaban
de un lado a otro, llevando
y trayendo bandejas
con bebidas y todo tipo de platos suculentos,
con un olor y una apariencia exquisitos.
Sin embargo, el doctor Campbell no tenía apetito. Se hallaba allí por tener una cita previa con un
buen amigo suyo que, para variar, se
hacía de rogar con su habitual impuntualidad.
Tirando de una fina cadena que salía de uno de sus bolsillos, sacó un reloj para comprobar la hora. Se preguntó el porqué de la elección de este lugar para la
reunión semanal. No dejaba de ponerle nervioso
estar a tanta distancia de la tierra, sobrevolando el rio Támesis en un
ingenio semejante.
Por no hablar de los autómatas,
alimentados por vapor, que recorrían el interior del dirigible como nuevos mecánicos.
Se estaban poniendo de moda. Parecía como si todo aquel que pudiese
permitírselo se llevara un robot a casa simplemente para vanagloriarse de la novedad, para vivir con plenitud el cambio
de era. Como esos vehículos propulsados
por vapor y que, según decían, muy pronto sustituirían por completo a los carros de caballos.
Alguien carraspeó; Campbell alzó la vista para ver a un hombre de pié a su lado. Lucía una barba tupida y bien recortada de color castaño, tenía los ojos claros y los mofletes rojos, probablemente porque ya había comenzado a beber desde buena mañana.
—Empezaba a pensar que no vendrías,
viejo amigo —dijo Campbell
dándole la mano a su acompañante,
que se sentó con una sonrisa.
Frederick Abberline se limpió el sudor de la frente con un pañuelo,
haciendo después un gesto al camarero para que le atendiese.
—Mis disculpas, Elliot, he tenido un día de locos, la verdad. El
doctor alzó sus cejas, intrigado.
—¿Trabajo?
Abberline asintió, cuando un camarero les interrumpió para tomarles
nota.
—Tomaré Kedgeree y un poco de vino. Las preocupaciones me dan un hambre atroz, ¿a ti no, Elliot?
Campbell
se dirigió al camarero.
—Una taza de té, gracias. Su
amigo respiró hondo.
—¿Sólo eso? ¡Debes alimentarte, amigo mío! ¡Te estás quedando en los huesos! Necesitas comer caliente más a menudo —Elliot esgrimió
un amago de sonrisa, pero rodeada de un halo de tristeza—.
Y puede que sea hora de que dejes atrás el pasado y
comiences a pensar en buscarte una buena mujer que se ocupe de ti, ¿no crees?
Una sombra cruzó el rostro usualmente afable del doctor Campbell.
—No —contestó
secamente—. Mi corazón no ha cicatrizado
aún, Abbe.
Una mueca de resignación y de vergüenza
ante su propia torpeza
demudó el rostro de Abberline.
—Mis disculpas, Elliot, debería saber cuándo mantener
callada esta bocaza mía; la pérdida de Anna es demasiado
reciente aún. No volveré a sacar este tema de nuevo.
El inspector se mordió el labio, enfadado consigo mismo. Su lengua siempre le traicionaba. No era la primera vez, y sabía que no sería la última.
Elliot y él tenían
una relación de amistad de muchísimos años,
forjada desde su juventud.
Siempre le perdonaba, y
jamás le reprochó
nunca una actitud;
siempre estaba ahí para ayudarle
en los momentos malos, así como para compartir los buenos. Un amigo de los de verdad.
La pérdida de la esposa de Elliot había sido un golpe tan inesperado como doloroso
para él y para Kate. La mujer de Abberline
había sufrido terriblemente el
fallecimiento de Anna, pues ambas eran también
muy íntimas amigas.
Se preguntó lo que le diría Kate si supiese
de su torpeza. Casi podía imaginar
la regañina que le caería, y
cómo
se le enrojecería el rostro escuchando
sus palabras, como si fuese un niño. Se prometió a sí mismo no volver a sacar tan delicado
tema en una larga temporada.
La mirada de Campbell se perdió entre las nubes, a través de los ventanales del ingenio volador. En las mismas nubes le pareció ver por un instante
la imagen de su adorada
Anna.
Se volvió hacía Abberline, viendo
como éste daba buena cuenta de su desayuno,
comiendo con avidez y apetito.
—¿Y qué es lo que te tiene tan atareado
en el trabajo? —preguntó el
doctor, intentando iniciar un tema de conversación menos doloroso.
El inspector Abberline se limpió con una servilleta, y después dio un largo trago a su copa de vino, apurándola hasta terminarla.
—Los asesinatos de Whitechapel. Mis superiores no le conceden
mayor importancia… ¡Solo son unas prostitutas!,
me dicen… Panda de mentecatos con los estómagos llenos. Ese criminal es
un
verdadero peligro,
pese a la indiferencia
que causa en los de arriba, ¿sabes?
Elliot dio un sorbo a su taza de té mientras escuchaba con interés.
—Mi instinto me dice que aquí hay más de lo que se ve a simple vista; no me preguntes por qué, pero esto es importante
y tengo que resolverlo, Elliot.
El doctor asintió.
—Es primordial para ti hacerlo,
¿verdad?
—¿Sabes que los diarios sensacionalistas lo llaman Jack el Destripador? No quiero que el
caso se convierta en una feria; ¡es algo serio, maldición! Pronto harán de él un Spring Heeled Jack cualquiera,
y no quiero que sea así.
—Puede que ese detective de Baker Street estuviese
interesado en ayudarte a resolverlo,
Abbe —comentó Campbell
con una sonrisa.
El inspector rellenó
su copa de vino torciendo
el gesto.
—¿Ese tal Holmes? ¿Quieres que los jefes me den la patada que tantas
ganas tienen de darme y me echen por fin de Scotland Yard? Solo falta que encima les sugiera ayuda externa
al cuerpo.
—Nunca está de más pedir ayuda, Abbe; hasta yo mismo podría
echarte un cable si lo necesitases
—sugirió divertido
el doctor.
Este comentario
hizo soltar
una carcajada a Abberline.
—¡Eso! Que los distinguidos ciudadanos
hagan sus propias
averi- guaciones, y a ver si así este torpe e inepto policía
puede resolver el caso con su ayuda…
El inspector pidió un segundo plato y una nueva botella de vino. Elliot se contentó con otra taza de té.
No le pasó desapercibido al doctor que el labio inferior de su amigo temblaba ostensiblemente. Era un tic nervioso que solía tener cuando algo le preocupaba en extremo. Sonrió recordando que, siendo simples
muchachos, cuando jugaban
por los suburbios
de Londres
soñando con lo que se convertirían
de adultos,
ya tenía ese tic inconfundible.
—Hay algo que te preocupa, Abbe, ¿me lo vas a decir ya? —observó, mirando fijamente a su viejo amigo.
A Aberline le sobrevino un pequeño ataque
de tos. Bebió un poco y suspiró,
intentando forzar
una sonrisa.
Elliot se encogió
de hombros.
—Nos conocemos muy bien, amigo mío —contestó
Campbell, echando
una furtiva mirada a un obeso caballero que estaba montando
un pequeño alboroto en la barra.
El inspector miró en esa dirección alertado
por el tono de voz del cliente,
comprobando que llevaba
alguna copa de más. Enseguida se lo llevaron fuera del restaurante,
y Abberline centró de nuevo su atención en Elliot.
—Se trata del comisario
Lestrade. Frunció el ceño al mencionar su nombre.
—Uno de tus jefes. ¿Te pone muchas trabas en el trabajo, Abbe? El agente de Scotland Yard sacó su pipa y, tranquilamente, se la encendió con una cerilla. Fumar le relajaba enormemente en situaciones de estrés.
—No me soporta. Puedo verlo en sus ojos. Me tiene en su punto de mira desde hace tiempo. Por eso resolver los crímenes
de ese sanguinario asesino es
vital para mí. Si
soy
capaz de capturarlo… Le
revolverá de tal forma el estomago
que creo que echará toda la bilis que lleva acumulada todo este tiempo.
—¿Y por qué no un ascenso? Tu carrera
podría catapultarse, y no habría
mejor forma de vengarte de Lestrade que triunfar de esa forma,
¿no crees?
Abberline sonrió. La idea se le había pasado por la mente en más de una ocasión.
—Brindemos por eso, amigo mío.
Los dos amigos
brindaron, uno
con su copa de vino y el otro con su taza de té.
—No hablemos
solo de mí, Elliot. ¿Qué tal va tu trabajo? Abberline notó que la pregunta
había incomodado a su amigo.
—Sinceramente, me cuesta concentrarme en mis pacientes en estos momentos. Atiendo a algunos,
pero no soy capaz de mantener la rutina
de siempre… No aún.
El inspector asintió en silencio. Lo entendía muy bien. El trauma de la tragedia sufrida
tardaría en sanar.
Levantó la mano, tratando de llamar la atención
del camarero.
—Aunque
no hayas comido,
no me puedes decir que no al postre. Aprovecha
que invito, y sé que el dulce es una de tus debilidades.
Los dos rieron.
Finamente, Elliot
asintió con una sonrisa.
—Tú ganas. Sabes
que no me puedo resistir
a una propuesta como esa, Abbe
Tras los postres, siguieron la agradable conversación hasta que el dirigible aterrizó
y cada uno tomó su camino.
El doctor Campbell decidió
dar un paseo tras despedirse
de su amigo. Caminó entre el populoso tránsito de gente, el continuo tráfico
de carruajes y carretas, vendedores
ambulantes, trabajadores que volvían
de los muelles, niños vendiendo diarios, o
mendigos pidiendo limosna.
Sus pasos le llevaron a realizar uno de sus recorridos habituales,
uno que efectuaba una vez al mes y
que
le llevaba hasta las puertas del cementerio de Kingsteas.
El día se había vuelto
repentinamente gris, en cualquier
momento las caprichosas
nubes descargarían un aguacero sobre la ciudad. El ambiente
del lugar, silencioso, melancólico, entre las grises lápidas y los siniestros
panteones familiares coronados de ángeles de piedra,
hacía que Elliot Campbell se
sintiese más triste cada vez que hacía una visita al mausoleo de su querida
y amada Anna.
Se arrodilló ante la puerta y recogió un poco de tierra del suelo, viendo como se
deslizaba entre sus dedos mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y el dolor le golpeaba
de nuevo, como tantas otras veces.
¿Por qué regresaba a aquel lugar? ¿El sitio donde se había consumado todo? Lo sabía. El recuerdo de la Anna que amó seguía allí, a pesar de lo sucedido.
Se apoyó en las puertas del mausoleo familiar. Permaneció allí, inmóvil y en silencio,
con los ojos cerrados, concentrándose solo en sus pensamientos, en los recuerdos
vividos en los felices años que pasó junto
a Anna.
Abrió los ojos y se dio cuenta de que ya era tarde. Pasando
sus dedos por la piedra de la cripta, echó una última mirada a modo de despedida.
El doctor se
marchó del cementerio, con las lágrimas ya
secas, en dirección a su casa en el West End. Tenía que atender muchos asuntos
en su consulta, antes de que llegase
la noche…
2
CHARL O TTE
Las paredes descoloridas y el techo semiderruido
era lo único que Charlotte, a quien los pocos afortunados con los que tenía confianza llamaban «Charlie», veía mientras
el estibador la penetraba a cambio de unos simples chelines. El hombre era calvo y entrado en carnes,
con dientes amarillentos y un olor a sudor
rancio, de muchos
días sin bañarse. En esos momentos, Charlie no
podía tener muchos miramientos
con los clientes. Cada vez resultaba más complicado sacar un
poco de dinero para llenarse el
estómago con algo de comida, aunque fuese de ínfima calidad.
Charlotte era una prostituta con una belleza notable, rubia, pecosa y de ojos azules, un cuerpo delgado y esbelto, unos pechos ni demasiado pequeños ni demasiado grandes, “con el tamaño adecuado”,
como ella misma siempre decía. Sin embargo, era una chica de la
calle cualquiera, una puta callejera
sin caché alguno; no se
hallaba en posición de pertenecer a uno de los burdeles
para clientes exclusivos. Hacía lo que podía para ganarse
el sustento, como todos, y la vida que llevaba no era en absoluto fácil.
¿Cuándo lo había sido, en realidad?
Probablemente nunca, si lo pensaba
más de unos segundos.
De una familia de los barrios bajos, que a duras penas podían mantener a sus dos hijas, su padre era un simple
zapatero y su madre vendedora de fruta en el mercado. Llevaban una existencia humilde, pero no carente de felicidad; no tenían mucho que compartir, más que su cariño y el amor familiar.
Todo se truncó bruscamente cuando ella apenas contaba quince años: una terrible
tragedia les visitó destrozando sus sueños y esperanzas
como quien rompe un cristal en
mil pedazos. La enfermedad llamada
cólera infectó a sus padres y a su hermana; sufrieron terriblemente
hasta que la parca se los llevó, librándoles
del dolor y la agonía.
Charlotte se quedó sola y desamparada, sin ningún familiar ni amigo que pudiese cuidar de ella. Tuvo que buscarse la manera de subsistir, de
sobrevivir en una ciudad llena de contrastes, de
enormes diferencias entre clases, donde, si no luchabas con uñas y dientes, podías ser arrastrado al pozo y no sobrevivir para llegar a ver la luz de un nuevo día.
No pudo más que hacer la calle y abrirse de piernas para cualquiera que pagase el precio que pedía por sus servicios. Esa fue la
única opción encontró para subsistir
en Londres.
Su cliente terminó
con un gruñido gutural y se desmontó.
Charlie suspiró con alivio, deseando que se marchase
lo antes posible de su presencia. La muchacha se levantó, tras colocarse de nuevo la parte baja del vestido, ya algo descolorido y sucio; esperó a que el hombre se subiese
los pantalones, y alargó
la mano esperando
su pago.
Sin mediar palabra, el cliente le dio los chelines y se fue sin ni siquiera mirarla.
La prostituta salió poco después, guardando el dinero en un pequeño monedero que escondía en la liga. Decidió entonces que tenía hambre,
o, más bien, su estomago
tomó la decisión
por ella.
Se acercó a la parte de atrás de una panadería,
donde llamó varias veces a la puerta de madera, vieja y roída. A los pocos minutos, un anciano
enjuto, con nariz chata y ojos amables, la abrió. Al darse cuenta
de que era ella, esbozó
una sonrisa afable.
Se llamaba Ralph.
De vez en cuando le daba algo de pan, o
incluso un trozo de bizcocho si tenía suerte. Charlie había intentado pagarle con dinero o con sus servicios en diversas ocasiones, pero siempre los rechazaba. Probablemente le recordaba a alguna hija o sobrina, o simplemente era un buen hombre, algo raro en los tiempos que corrían.
El viejo panadero
le dio un generoso trozo de pan.
—Ten cuidado, ¿quieres? —le dijo el anciano mirándola con ternura. La joven alzó las cejas sin comprender, mientras se llevaba el pan
a la boca; su estomago no paraba de quejarse.
—No se preocupe,
sé cuidar bien de mi misma —contestó
mientras masticaba. El pan no era de muy buena calidad, pero resultaba como un manjar para su paladar.
—Ese asesino que deambula por las noches…
Solo digo que tengas
los ojos bien abiertos,
¿vale? —comentó con cierta preocupación.
Supo entonces a qué se refería el panadero. Ése a
quien
la gente llamaba Jack el Destripador y que contaba unas cuantas muertes de prostitutas a sus espaldas. Se leían historias sobre la violencia inusitada
y la brutalidad de los asesinatos.
Charlie no acababa de creerse del todo esas historias;
por más que los detalles
saliesen en los diarios, la gente tendía a ir añadiéndoles elementos de su cosecha; pronto acabaría
siendo algún tipo de demonio
venido del averno para castigar a
quienes practicaban el oficio más antiguo del mundo.
La joven asintió, y agradeció de nuevo la generosidad del panadero. El que hubiese personas
como Ralph en el mundo la reconfortaba
al menos durante un rato, haciéndole olvidar los problemas y penalidades que tenía que aguantar cada jornada, asuntos que no eran precisamente sencillos de apartar de la cabeza.
Se situó en su esquina preferida, cerca de la casa abandonada y medio en ruinas que usaba de “oficina”,
como ella solía decir. Se apoyó en la pared, esperando
a que un nuevo cliente picase el anzuelo y decidiese pasar un buen rato en su compañía.
No fue un cliente buscando sus servicios quien se acercó,
sino otra prostituta, que respondía al nombre
de Dorothy. Sus mejores años ya habían pasado, y las bolsas bajo sus ojos, los mechones blancos de sus cabellos, su dentadura, donde ya había más huecos que piezas dentales mellando una sonrisa que en otro tiempo debió de ser agradable, sus pechos caídos, lejos de la firmeza de la juventud… Todo sumado hacía que tuviese que buscar compañía entre la purria, clientes de la más baja estofa, la escoria con la que nadie quería estar, y por apenas medio penique.
Su ojo izquierdo estaba morado e hinchado,
seguramente por el encontronazo con algún cliente
violento y con los modales de un animal.
—Charlotte, me alegro de ver que estás bien, hacía
mucho que no se cruzaban
nuestros caminos —dijo la veterana mujer de la calle.
Charlie esgrimió una sonrisa forzada. Aunque no tenía nada contra ella, la rivalidad entre putas era algo innato y nunca se sabía por dónde podía ir el tema, o cuáles
serían las intenciones
de una compañera.
Eso era algo que había aprendido por las malas, a base de disgustos y cicatrices que daban buena
fe de ello.
—Igualmente, Dorothy. ¿Qué te trae por esta esquina?
—dijo recalcando especialmente lo de esquina. Era su zona, y ni siquiera
a una zorra ya mayor le dejaría arrebatarle su parcela, por miserable que fuese.
La mujer miró a un lado y a otro, como si temiese que la estuviesen
observando; ¿se estaría volviendo senil? La edad no era lo único que mermaba a la
veterana prostituta:
demasiados golpes en la cabeza y palizas brutales
recibidas a
lo largo de los años, eso acaba pasando factura de una manera u otra.
—Cuando llega la noche hay sombras horribles y tenebrosas
que caminan por las calles…
Engendros buscando vidas que llevarse… Las he visto, se disfrazan como nosotras,
pero no son de este mundo…
¿Sabes?
No supo si echarse a reír o darle un bofetón
a la vieja puta. Estaba claro que la locura comenzaba
a hacer mella en su mente, que nunca había sido especialmente lúcida.
—¿No te gastarás
lo poco que ganas en alcohol, vieja?
Dorothy la miró fijamente,
sin rastro de haberse
sentido ofendida por el
comentario. Lo único que se percibía
en sus ojos era miedo, un
terror atroz,
un pánico que la atenazaba y
no
le dejaba pensar en nada más.
—¿No te referirás al Destripador? —añadió Charlie,
recordando las palabras
del panadero.
La puta hizo un gesto de negación y tembló durante
unos instantes, como invadida por un temor incontrolable.
—Cosas más terribles que ese Destripador se pasea por la ciudad, y no son humanas,
se disfrazan como personas,
pero no lo son… Dorothy
volvió a mirar a su alrededor, con el pánico reflejado en sus avejentadas facciones.
Charlie sintió lastima por la mujer; quizás, con el transcurrir de los años, acabase
igual que ella.
—No salgas a trabajar una vez se ponga el sol, querida, o las sombras te
acecharán…
Tras añadir esto último, se fue sin dejar de mirar por encima del hombro, como si temiese que la estuviesen acechando.
Ese miedo en sus ojos… Fuese lo que fuese lo que creyó ver, la había trastornado de tal manera que la tenía totalmente
aterrorizada.
Casi instintivamente,
Charlie se llevó la mano a uno de sus muslos, donde guardaba un punzón de metal en la liga para defenderse
de clientes borrachos o violentos. La profesión más vieja del mundo, por lo que parecía, se estaba tornando cada vez más peligrosa, y
una
debía estar preparada para todo.
Sus pensamientos
fueron interrumpidos por un hombrecillo con gorra, ojos hundidos y dientes de roedor que apareció a su lado y, con una débil sonrisa, le preguntó si estaba disponible.
—¿Para guapetones como tú? Siempre… Ven, y te llevaré a pasar un rato inolvidable… —le dijo guiñándole un ojo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario