1
El Mono de Oro
La
noche había caído sobre la isla de Bagora. No era simplemente una isla
cualquiera situada en el Pacífico, sino un principado localizado en una
posición estratégica en las rutas marítimas y comerciales de la zona, conocido
sobre todo por ser un importante puerto neutral. Su sistema de gobierno era
diferente al de la mayoría de países conocidos.
La
política de Bagora permitía cualquier tipo de negocio mientras no alterase o
amenazase su estatus. Todos eran bienvenidos en el principado, si traían dinero
y negocios bajo el brazo. Sin importar su procedencia, ni si entraba dentro de
la legalidad o no.
El
lugar era todo un ejemplo de desigualdad. Se podían encontrar grandes hoteles y
espacios de lujo, para la clase alta de la isla y los extranjeros, que
convivían con las zonas de extrema pobreza y hambre que ocupaban la otra parte
de la nación isleña.
En
la capital de Bagora, una ciudad llena de lujos y excesos de todo tipo, se
encontraba un elegante y opulento local llamado el Mono Dorado. Era uno de los
más céntricos y populares, donde se cerraban tratos importantes en las fiestas
y espectáculos que se celebraban tras sus puertas.
Los
camareros iban de un lado a otro del gran salón, sirviendo copas y aperitivos a
los clientes que contemplaban al espectáculo de la velada. En esa ocasión, una
hermosa mujer de cabello negro y larga melena, luciendo un espectacular vestido
rojo y unos altos tacones, cantaba con su bonita voz sentada encima de un
piano. El pianista tocaba con sus hábiles dedos, acompañándola.
Observando
en silencio desde la barra, se hallaba un hombre occidental, de mediana edad,
con cabello negro, un llamativo parche cubriendo su ojo izquierdo, que lucía un
traje de etiqueta, negro y con pajarita. Apuraba un gran puro, del que surgía
una nube de humo que se arremolinaba a su alrededor. Si molestaba a alguien que
estuviese cerca, no lo demostraban, ya que era el dueño del Mono Dorado, al que
llamaban simplemente Parche. Nadie sabía a ciencia cierta su nombre real, ni de
donde procedía, aunque algunas historias lo situaban en la lejana Alaska o en
Canadá; ni mucho menos, la forma en la cual perdió el ojo. A escasa distancia
suya, había dos enormes tipos con pinta de matones, ambos parecían luchadores
de sumo, altos y voluminosos y con el rostro severo en todo momento. Un
camarero se acercó y le susurró algo al oído.
El
gesto del hombre cambió, apagó su puro en el cenicero e hizo una indicación a
sus guardaespaldas para que lo acompañasen hacía el centro del salón.
En
una mesa, un hombre se llenaba una copa con un vino de excelente calidad, que
degustaba con tranquilidad. La figura de Parche se plantó frente a él. Con
calma, sacó un puro de uno de los bolsillos de su elegante chaqueta y, a
continuación, lo encendió con una cerilla.
—Creo
que tiene negocios que quiere atender con nosotros... Señor...
El
hombre dejó la copa de vino a un lado y esbozó una medio sonrisa.
—Baker,
Jonathan Baker —dijo observando cómo su anfitrión se sentaba en la mesa;
mientras, un camarero dejaba un suculento plato y unos cubiertos de plata a su
lado.
Parche
cortó con el cuchillo un buen trozo de carne poco hecha, llevándoselo a la
boca, masticando con satisfacción sin dejar de mirar a su invitado.
—Está
delicioso, créame, nuestro cocinero es de los mejores. Si gusta, está invitado
a cenar conmigo, señor Baker.
Negó
con la cabeza.
—Gracias,
pero estoy bien así. El negocio que quiero tratar se refiere a un objeto, el
cual me es de gran interés por motivos personales.
—Prosiga
—dijo sin dejar de comer.
Este
asintió.
—Se
trata de una extraña y curiosa piedra rojiza que brilla con una leve
luminiscencia; si no estoy equivocado, obra en su poder —comentó dando un sorbo
a su copa, esperando la reacción de su anfitrión.
Parche
se limpió con una servilleta y lo miró fijamente.
—Esa
piedra... Es muy rara y su precio no está al alcance de cualquiera, señor
Baker, ¿es consciente de ello?
Los
dos volvieron su atención a la bella artista, que proseguía su canción
moviéndose entre las diferentes mesas, haciendo abrir mucho los ojos a los
caballeros que la contemplaban boquiabiertos.
Posó
sus manos en el hombro de un asiático gordo y grande, que casi se atraganta al
notar los delicados dedos de la cantante tocándole.
Después,
se dirigió a la mesa donde se encontraban, sin dejar de cantar pasó la mano
delicadamente y sensual por la mejilla del regente del club nocturno. La
belleza de larga melena azabache, le sonrió.
Se
detuvo al lado del profesor y, guiñándole un ojo, se sentó en su regazo,
pasándole un brazo por encima de sus hombros, y su hermosa voz cantó la estrofa
final de su número.
La
canción de la artista terminó y el público comenzó a aplaudir con entusiasmo.
Tanto anfitrión como invitado siguieron su ejemplo. La cantante se levantó sin
dejar de mostrar una sensual sonrisa en su bonito rostro. Siguieron con la
vista como regresaba al escenario e iniciaba una nueva canción.
—Es
buena, ¿verdad? Nada más la vi, supe que iba a ser todo un éxito.
El
profesor asintió.
—Es
realmente buena, vaya que si... — comentó apartando sus ojos de ella y mirando
de nuevo a su contertulio—. Prosigamos, si le parece... Por supuesto, creo que
podemos hacer un intercambio satisfactorio para ambas partes.
El
dueño del local se removió en su asiento y mostró un evidente interés en su
rostro.
—Eso
lo decidiré yo, señor Baker.
El
norteamericano descubrió un maletín que descansaba a los pies de su silla,
sujetándolo y dejándolo encima de la mesa. Lo abrió con tranquilidad, mostrando
el contenido a su anfitrión. El único ojo de Parche se abrió mucho al
contemplar los objetos que se guardaban en su interior.
Un
libro grueso, cuyas tapas eran láminas de acero; estas tenían siete broches,
todos con cerradura. Un medallón de oro en forma de disco. El anverso estaba
dominado por el árbol de la vida. Y por último, un espejo de mano con un mango
de plata, que tenía la forma de una alargada mujer desnuda. La cabeza es la
superficie del espejo. El espejo no parecía estar hecho de cristal, sino de
algún tipo de líquido negro que se removía de manera inquietante e innatural.
—Interesante
—dijo el dueño del local sin dejar de admirar los objetos.
El
americano se mostró satisfecho y se recostó en su silla.
—Tengo
entendido que es un gran coleccionista de este tipo de reliquias —comentó el
arqueólogo.
Soltó
una carcajada y sonrió mientras expulsaba el humo de su puro.
—En
realidad, le confesaré que lo que hago es venderlas al mejor postor. Tengo una
buena bolsa de clientes adinerados que pagan auténticas fortunas por estas
rarezas.
Parche
miró fijamente a su invitado. Este le sostuvo la mirada, impasible.
—Soy
todo oídos, señor Baker, ¿Cuál es su oferta?
Jonathan
alzó una ceja, levantando el antiguo libro y dejándolo cerca del alcance de su
anfitrión.
—El
códice Dermik. Es un libro muy buscado por los versados en temas de ocultismo.
Estoy seguro de que será capaz de obtener un precio considerable por su venta.
El
hombre frunció el ceño y posó sus manos en la superficie del códice.
—Es
un buen comienzo, creo que tiene potencial. Aun así, no es suficiente, me temo
—observó apartando a un lado el libro.
Puso
el medallón de oro en la palma de la mano del patrón del Mono Dorado.
—El
amuleto de Yggdrasil, el árbol de la mitología nórdica. Se dice que quien lo
posea obtendrá los favores del mismísimo Odín, padre de los dioses nórdicos.
Torció
el gesto, como si no estuviese del todo convencido con sus palabras. Dejó el
amuleto a un lado, colocando delante del dueño del establecimiento el espejo
con forma de mujer.
La
vista del propietario se posó donde debía estar el rostro de la mujer. La
superficie liquida se removió, de igual forma que un remolino de agua.
Abrió
la boca asombrado cuando, en su interior, vio la silueta de una insinuante
mujer que apenas se cubría con una túnica casi transparente. Le hacía gestos,
invitándolo a unirse a ella. Reía; pudo escuchar su risa alegre, como si
estuviese a su lado susurrándole en el oído.
Con
mucha fuerza de voluntad, consiguió apartar la mirada del espejo, bebiendo de
un solo trago la copa de vino.
—Este
espejo... Nunca vi nada semejante...
El
arqueólogo asintió. Sabía que había dado en el blanco con el espejo. No podría
resistirse a hacerse con él.
—Entonces...
¿Tenemos un trato? —preguntó, deseando cerrar el acuerdo lo antes posible.
La
sombra de una leve sonrisa se adivinó en el rostro de su contertulio.
—Su
oferta es muy buena. No me puedo decidir por ninguno de los tres. Por lo que
haremos esto: los tres objetos por su valiosa roca...
—¿Los
tres por la piedra?
Se
encogió de hombros mordiendo su puro.
—Si
es por motivos personales por lo que quiere hacerse con ella, me parece un
precio justo. ¿No cree?
Rio
divertido ante las palabras de Parche. Tomó nota mental para agradecerle a su
viejo amigo Zardi la selección de objetos para el intercambio. Echó una leve
mirada a la mercancía que trajo con él, dibujándosele una sonrisa en el rostro.
Lo que no sospechaba su astuto y satisfecho negociante, era que el valor que
pensaba que tenían, no era tal. El medallón creaba la ilusión para quien lo
miraba, haciéndolo parecer mucho más valioso a ojos de quien lo examinase. Un
pequeño truco sugerido por el anticuario, para asegurarse el canje.
—Su
fama es muy merecida. Tenemos un trato, pues—dijo ofreciéndole su mano.
Parche
asintió, le dio una calada a su inseparable puro, y después estrecharon sus
manos.
—Un
placer hacer negocios con usted, señor Baker.
Con
un movimiento de cabeza, indicó a uno de sus hombres que se acercase,
susurrándole al oído que se llevasen el maletín con los objetos, para dejarlos
a buen recaudo. Ordenó, asimismo, que le trajesen de su almacén lo que el
profesor había obtenido en el trueque.
Unos
minutos más tarde, uno de los empleados depositó una caja de metal sobre la
mesa. Parche la puso al alcance de su invitado quien, después, abrió la caja
metálica con mucho cuidado. Rápidamente, una luminosidad rojiza brilló desde su
interior.
Le
dio la vuelta, encarándola hacía su reciente comprador. Una piedra, de un
tamaño mediano, parecía latir con ondas de luz roja a su alrededor y el
resplandor surgía del corazón de la misma roca.
—Impresionante
—pudo decir el profesor, con la luz reflejada en sus ojos.
No
pudo evitar alargar la mano y extraer la piedra de la caja, admirándola con
mucho interés.
—Es
curioso que algo tan simple como una piedra pueda ser tan atrayente —apuntó su
anfitrión—. Cuando ese pescador acabó en la orilla con los pulmones llenos de
agua, llevando en sus dedos muertos la piedra, nunca pensé que podría sacar
tanto por ella.
Parche
llenó su copa de vino, y también la de Jonathan Baker, para hacer un brindis.
—Solo
tengo una pregunta para usted, ¿Cómo se enteró de que estaba en mi poder?
Chocaron
las copas de cristal, asintiendo. Baker mostró una leve sonrisa mientras miraba
al hombre.
—Tengo
amigos bien informados—contestó antes de beber un poco de su copa.
Hubo
algún tipo de alboroto que reclamó la atención de los hombres del local. Por
primera vez en toda la velada, la cantante en el escenario no fue quien llamaba
la atención de los clientes del Mono de Oro.
Los
comentarios y cuchicheos entre las personas eran una mezcla de sorpresa,
incredulidad y miedo, para después ser sustituidos por un silencio sepulcral.
Una
docena de hombres armados cruzaban el salón sin quitarles el ojo de encima. Sus
uniformes los identificaban como miembros del ejército imperial japonés.
Las comisuras
de los labios de Baker se curvaron; esto no hacía presagiar más que problemas.
El ejército japonés no tenía autoridad en Bagora, pues era un puerto neutral,
al margen de la expansión por el pacifico que estaba realizando Japón en la
actualidad. Aun así, su presencia allí no auguraba nada bueno.
Un
oficial se adelantó; en el cuello del uniforme llevaba una estrella de cinco
puntas centrada en medio de un rectángulo amarillo con tres barras horizontales
rojas. Eso quería decir que tenía el rango de Rikugun Shōsa, un mayor
del ejército nipón.
Su
expresión era ceñuda y sombría, su cabeza, como la del resto de soldados, iba
cubierta por una gorra militar con un trozo de tela blanco, que se llamaba
cogotera, en la parte trasera. Jonathan pudo fijarse en el arma que llevaba el
mayor, colgando de la vaina en su cinturón. No era una Katana estándar de un
soldado, de eso estaba completamente seguro. Era más grande, con un acabado muy
peculiar y llamativo.
—Konichi
wa —dijo con sequedad el mayor, inclinándose para hacer una reverencia.
Parche,
quien mostraba un evidente malestar por la intromisión de los soldados en sus
dominios, se incorporó y le correspondió con otra reverencia.
—¿A
qué debo el honor de su visita? Quizás quieran disfrutar de los innumerables
placeres que puede ofrecerles el Mono de Oro. ¿Comida? ¿Bebida? ¿Juegos de
azar? ¿O puede que mujeres?
Las
palabras del hombre de negocios no parecieron ser del agrado del japonés, pero
no movió ni un músculo.
—Soy
el mayor Kaito Nogura, del ejército imperial de Japón; he venido en busca de
una posesión que es muy preciada por mis superiores. Si me la entregas, tu
recompensa será cuantiosa, si no lo haces, las consecuencias no serán
agradables. ¿Wakarimasu-ka?[1]
El dueño
del local nocturno iba a contestar, pero fue el profesor quien se levantó. Miró
con atención a Nogura.
—Si
me permite la pregunta, ¿Qué es, en concreto, lo que busca con tanto interés?
El
mayor, esta vez, apretó los dientes y frunció el ceño. En ese preciso instante,
el oficial japonés fue consciente de la piedra rojiza que había en la mesa.
—Amerikajin...No te metas donde no te llaman y saldrás bien de esta... Esa roca roja es lo
que queremos. Y nos la entregarás...
Hizo
un gesto y sus hombres se desplegaron enseñando sus armas de fuego.
Parche
dio una profunda calada a su puro, después soltó el humo cerca del rostro de
Nogura.
—No
estamos en Japón, amigo, en Bagora no eres nadie y deberías saberlo, aquí el
que manda soy yo... El señor Baker y yo hemos cerrado un trato, y para mí, eso
es sagrado.
Los
matones del patrón se pusieron a ambos lados del mayor Nogura, mientras este
retrocedía.
El
militar cerró los ojos y en voz baja murmuró mikaboshi, recitándolo
varias veces. El oficial nipón desenvainó la Katana con una rapidez inusitada.
Antes de que los guardaespaldas de Parche pudiesen reaccionar, su afilada hoja
les seccionó la cabeza de un mortífero y solitario tajo.
La
Katana refulgió como si se volviese ardiente, y una siniestra y desagradable
risita pareció escucharse procedente del arma.
Esto
no pasó desapercibido para Baker, ni que al abrir los ojos de Nogura se
volvieron completamente rojos, como si se hubiese sumido en algún trance
innominado.
Enseguida
regresaron a la normalidad, entonces Nogura se volvió hacía sus hombres.
—¡Sagu!—gritó,
y los soldados apretaron los gatillos de sus armas, disparando una lluvia de
balas en todas direcciones y haciendo huir a todos los que se hallaban en el
interior del local de lujo.
El
arqueólogo guardó con rapidez la piedra en el interior de su chaqueta. Tiró la
mesa, para usarla como escudo ante los disparos de los japoneses.
Parche
se situó a su lado, sacando una pistola mientras mascullaba entre dientes.
—Malditos
japoneses... —exclamó con enfado.
Jonathan
estudió la situación; a continuación, su mano derecha se convirtió, ante el
único ojo del hombre, en una extraña garra de color púrpura.
—¡Santo
Dios!
Una
Katana partió en dos la mesa de un solo y efectivo golpe. Nogura apareció
manejando su extraña espada; blandiéndola con la destreza de un maestro de
armas. Se movió para intentar ensartar a Baker quien, ante la sorpresa del
japonés, detuvo con su garra la hoja metálica.
—¡¡Huya!!
—gritó La Garra a Parche.
Un
gesto de agradecimiento se dibujó en el rostro del regente del Mono de Oro, que
aprovechó el momento para escabullirse.
El
profesor Baker apenas pudo contener la Katana, lo invadió una sensación
desagradable, como si se le estuviese entumeciendo la garra, subiéndole por el
brazo a cada segundo que pasaba sujetando la hoja. Concentrándose durante unos
segundos, la energía brotó de la garra subiendo por el metal de la espada y
alcanzando a Nogura, quien recibió una descarga energética que le hizo caer
hacía atrás.
En
ese momento, los soldados japoneses le apuntaron con sus armas, dispuestos a
descargar la munición de sus rifles contra él.
—¡Zum
Teufel! —se escuchó a sus espaldas.
De
inmediato, unos disparos salieron en dirección a los japoneses, quienes
intentaron apartarse de la trayectoria de las balas que procedían del
escenario.
La
cantante llevaba un revolver en sus manos y disparaba con la habilidad de quien
sabe usar las armas a la perfección.
—¿A
qué esperas, Mein Freund? —gritó la mujer a la que llamaban Walkyria.
Haciendo
un amago de una sonrisa, se lanzó a la carrera. La germana, de un saltó, bajó
del escenario siguiendo al arqueólogo y aventurero por las escaleras que subían
a la parte superior del local.
—Pensaba
que te ibas a quedar como estrella del club, guapa.
La
hermosa mujer sonrió, mientras se introducían en una de las habitaciones,
cerrando la puerta a sus espaldas.
Nogura
ladeó la cabeza y ordenó a sus hombres que subiesen las escaleras y
persiguiesen a los fugitivos. El mayor sujetó su Katana y fue consciente de los
susurros que emitía. Su sed de sangre aún no se hallaba saciada y lo sabía,
nunca tenía suficiente. Cada vez quería más y más y le era más difícil
controlar su ansia... Era su legado, su herencia, a él y a nadie más le fue
encomendada.
Un
mecanismo en su cinturón comenzó a emitir una pulsación de luz. Extrajo un
aparato circular, accionando un botón.
Una
voz, con cierto tono electrónico, se escuchó a través del aparato.
—¿Lo
tienes? ¿Está en tu poder, Nogura?
El
mayor respiró hondo antes de contestar.
—Sumimasen[2],
maestro Suratai, aún no, pero lo estará, no le fallaré.
Se
oyó un sonido de crepitar eléctrico y después volvió a escucharse la voz
autoritaria.
—No
me falles, Nogura, necesito esa roca... Es la clave del trabajo de toda mi
vida...
La
comunicación se cortó. Nogura envainó su Katana y, apretando los dientes, se
marchó, decidido a cumplir sus órdenes al precio que fuese necesario.
La novela de LA ISLA EN EL FIN DEL TIEMPO continua aquí:
http://www.dloreanediciones.com/coleccion-savage/
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